¿Salvarse?, ¿para qué salvarse cuando todo es tedio?, ¿para qué mantener la nada nauseabunda? Ver al protagonista, al chiste, a Carlos el hombre de las máscaras, sin hablar, con sus labios trémulos, sellados por el tiempo chasqueando en un silencio tormentoso, es sentir un fastidio extraño que entre contraste de luz y de sombra nos plasma a lo largo de la película el juego de la ironía vital. Eso sí, hay que prepararse para unos minutos iniciales de completa mudez cuestionadora.
Para hablar de Sin Mover los Labios hay que hablar de ese hombre frustrado que evidencia su insatisfacción constante desde la relación con la mujer: Un hijo frívolo que trata a su madre como un fantasma a conveniencia, un amante básico, zombi, sin corazón alguno a ofrecer, rodeado de pinceladas de histeria femenina; bloqueado, sin alicientes, un maníaco que se burla de su propia hipocresía a través de un oficio clandestino: ventrílocuos, esas otras voces que dicen a gritos grotescos lo que Carlos no puede nombrar, lo que no libera. Así nos lleva la historia con un hombre que molesta a la vista, perturba comprender y a su vez - por esa razón- fascina como si se fuese un voyeur de la desgracia ajena, de la muerte en vida de los otros, atrapando al espectador cuadro a cuadro con su desdén.
Hay un asunto interesante en el relato y es la sátira que propone la ficción dentro de la ficción, mientras que las escenas de la diégesis en la vida de Carlos son en blanco y negro, las novelas que ve junto a mujeres en la televisión son a color, cargadas de expresión, drama, lágrimas y sangre a toda saturación mientras su rostro se mantiene impávido; y poco a poco, de una manera casi imperceptible, esa realidad dramática, falseada y exagerada se inmiscuye en la realidad de Carlos y Carlos en ella. No chilla, no arruina la continuidad, porque precisamente el filme busca cortar, destrozar perspectivas, criticar la pasividad, resaltar el cambio que da Carlos con su propia vida vacía, es morir para nacer y volver a morir – como el uróboros- retornando de una manera diferente.
Es un hecho, Carlos se enfrenta a su propia soledad, se hace fortuitamente invisible porque no verse es morir, estar muerto es no ser visto ¡se trata de esto! De existir y cómo existir, de sentir y cómo sentir, de burlarse y enloquecer con alegría o sufrir la vacuidad que supone una vida sin motivaciones en una sociedad que goza del morbo y de la muerte. Él es entonces el anfitrión de una fiesta oscura, ejemplar hideputa, avergonzado de lo propio, paralizado como un perro golpeado por los transeúntes.
En últimas se trata del sinsentido de vivir ahogado, y en ese estado, querer morir es la mejor decisión que puede tomar alguien que ya está muerto, pero Carlos quiere ir más allá ¿Para qué buscar ser recto, sincero, dulce y recatado? ¿para qué ser perfecto, agradable, afable? Una propuesta diferente con simbolismos surreales y analogías orgánicas que disfrazan de gallo a un hombre gallina, es lo que nos ofrece esta obra a la colombiana llena de imágenes sugerentes.
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