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The Lost Daughter (2021), Maggie Gyllenhaal


La atención es la forma más rara y pura de generosidad

Simone Weil


Inicio el texto con esa frase y una pregunta: ¿a qué estratagemas y roles debe responder justamente una mujer que es madre, para ser considerada buena en su labor?


Nos vemos volcadas a un mundo que nos exige no solo obedecer al mandato reproductivo matrimonial, sino que para cumplirlo, debemos ser idealmente abnegadas, sacrificar la propia vida por las criaturas y no quejarnos, porque, ¿quién en sus cinco sentidos no se muere por extender dulcemente su estirpe para la posteridad?


Ver a Leda, la protagonista de The Lost Daugther interpretada por la conocida actriz que Netflix ha sabido explotar, Olivia Colman así como Jessie Buckley, puso sobre mi mesa mental esta pregunta como una aguja que insiste en punzarme; fue imposible no verme en Leda, una madre que no termina por encajar en el rol que la sociedad espera, en especial, porque soy una mujer de 26 años, para quien la “gran verdad” del matrimonio ortodoxo ha muerto y que tal vez no vaya a ser madre porque he elegido a toda costa la palabra y el conocimiento con el egoísmo místico que eso requiere; así Leda, más convulsa aún, se nos presenta como una madre que agoniza entre sostener un hogar o sostenerse a sí misma y a su vocación de profesora e intelectual.


"Soy egoísta...soy una madre antinatural"

Leda


En ese “sostener lo insostenible” encontramos el quid de la película, se supone que Leda debería sentirse completa con sus dos hijas y su esposo, pero no, el rol de cuidadora la abruma, ella anhela un “más allá” de libros, conocimiento y filosofía, pero al mismo tiempo fallarse como madre le atormenta. Llegamos entonces al problema de la atención y el cuidado, tratado incluso por M. Heidegger en Ser y Tiempo. Leda no puede entregarse a su hogar y a los otros, porque está enteramente desvelada ante sí misma, la inquieta su destino de manera existencial, la maternidad ya no le responde sus preguntas, requiere un espacio donde “cuidar de sí” en sentido heideggeriano y para esto, necesita estar a solas, desembocar suavemente como un río al mar después del huracán. Uno lo entiende, por eso, desde mi perspectiva, esta madre no puede ser juzgada, solo podemos acompañarla mientras vive los flashazos de recuerdos al ritmo de las intermitentes luces del faro de la isla a la que se va de vacaciones; y es allí, íngrima en la habitación de hotel, donde sucede por fin una cierta reconciliación consigo misma.


En esta isla italiana donde se encuentra, de repente entran en juego otros personajes (otra madre, otras hijas, otros hombres…) que alimentan su propia fantasía e incluso su dolor, y la obligan a mirar de frente su pasado, su historia. Viajamos con ella en el tiempo y conocemos lo que hizo y no hizo, porque antes de madre, también fue mujer. Aprendemos a conocer a Leda, sus silencios, las miradas inquisitivas y lejanas que la película va insertando poco a poco, su pasión por los libros y sus miedos irresolutos traspolados a objetos, una muñeca, por ejemplo, que se vuelve también una fantasmática hija perdida, detonante de un conflicto central: el cuidado de sí y de los otros.


Así, ese egoísmo místico del que hablaba al inicio, es decir, poner el cuidado de sí antes que el cuidado de los otros, viajando al silencio y al dolor interior, implica tal vez decisiones coyunturales con consecuencias imborrables que punzarán por siempre la vida de la protagonista, memorias irremediables a las que vuelve en bucle, detonadas por cualquier infanta o por alguna madre joven en donde se refleja como en un pozo turbulento, pero, ¿no es ese el precio que se paga por la autenticidad, más allá de la demanda insaciable del mundo que nos mira?



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