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CLÍMAX (Gaspar Noé, 2018) La Hipérbole del desenfreno



Se tiene ante los ojos a Francia, la grande, Francia que es bandera, la hipérbole del arte, la intelectual y pretenciosa -ensalzando búsquedas corporales en medio de una bebida y el vaivén musical- donde un grupo de bailarines con un objetivo en común: potenciar su talento, se internan en un instituto lejano, liderados por una bailarina; pero pasa que Gaspar requiere de lo humano su más honda decadencia, pasa que la eléctrica luz es menester como un demonio insertándose en medio del baile y la frenética pantalla se estremece de terror. Así, la última noche de su aprendizaje, en medio del frenesí culminante y de un trago colorido, se despliegan entre ellos toda clase de atracciones, riñas, impulsos, juegos y delirios.


Se trata de una mirada al estado de psicodelia, al desenfreno en masa, a la influencia, la megalomanía histérica de los cuerpos desnudos, ¿en qué momento están de verdad desprendidos?, ¿en qué momento se habita por completo la soltura? ¡Que la droga sea la puerta para entrar a casa y tirarse por fin de culos por el ventanal!  Esto propone Clímax- mejor película Sitges 2018 y ganadora en Cannes-  un de atrás para adelante, de la muerte hacia la vida, del final hacia el comienzo.  


Es de resaltar el trabajo artístico, tanto en dirección actoral como en las alegorías a una tradición inevitable: en primera instancia, la resistencia de los actores, su evidente preparación y expresión corporal; en segunda instancia, la relación cine y literatura al inicio del filme, recordando en un plano general fijo a cineastas como Resnais, pasando por Truffaut y llegango a Stefan Sweig.  Por otro lado, la capacidad en las tramas para despistar, para poner en tensión y para trabajar la sospecha paranoica está bien manejada, por ejemplo, con la presencia de un niño, en medio de toda la densidad – una densidad de lo fugaz, destructiva- que se  vuelve una de las coyunturas más dolorosas, gracias precisamente al trabajo de descontextualización dramática, fórmula por demás tan efectiva como clásica: póngase un agente extraño en un ambiente contrario a su “naturaleza” y espere a que estalle la bomba.  


El juego con las coreografías es por un lado erótico, festivo, por otro atormentado, en un tira y afloje de paradojas que van poco a poco a revelarse, acompasadas de la agitación camarográfica secuencial, sin demasiados cortes, propia del vértigo de este director: seguimientos a personajes por larguísimos pasillos con luz intermitente, escorzos, retorcijones, giros, encuadres y reencuadres continuos. Es el clímax del exceso, el clímax del placer animal, el clímax del dolor humano, de la culpa, la consciencia que se vuelve carga. Sensualidad, sugerencias, cambios bruscos y manejo de rupturas: lo que se esperaría de una escena sensual y excitante pasa rápidamente a la perturbación y al abismo, jugando bastante bien con las emociones, burlándose de la muerte y afirmando sádica la vida.


Pero, ¿hasta qué punto apoyar la decadencia por la decadencia? Algo similar se preguntaban en el siglo XIX los burguesitos al hablar de arte, y la respuesta es generalmente acorde a su precisa condición de plausibles pensadores de su tiempo: el arte no necesariamente debe cumplir una función aleccionadora, ni de resistencia social o crítica; pero si hablamos de una película como Clímax, junto a Love (2015) o Enter the Void (2009), va quedándose realmente corta en materia dramática y artística, en esa mirada panóptica de cierta tragedia humana filosofada desde la imagen, aunque sin duda Clímax lleve dentro una búsqueda interesante alrededor de la crisis, la danza y el ego, sin llegar muy lejos, sin perturbar hasta la rabia.

¡El atrevimiento!


El atrevimiento entonces sería desvivirse por gastar dos horas de la vida observando esta peliculilla; una película de autor, no se espera más de ella que un renombre, no pasa nada si no se la ve, pero tampoco mucho si se acerca a la taquilla y paga.

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