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El último verso de Tarr, El caballo de Turín (A TORINÓI LÓ)



















Hay imágenes que nos atrapan y transportan a un mundo de evanescencias, frialdades y decadencia. Esto causa, entre el dramático y crudo blanco y negro,  la última película del director Húngaro Bela Tarr ( El caballo de Turín, 2011 ) presentada en el Festival de Cine de Berlín, y  galardonada con el Gran Premio del Jurado - el Oso de Plata , así como con el Premio FIPRESCI .


La historia está inspirada en un episodio del filósofo Friedrich Nietzsche, donde este observa cómo un cochero azota fuertemente a su caballo, Nietzsche alterado, se acerca a la carrosa y abraza impetuoso al caballo para que el cochero deje de azotarlo.


Es así como el filme narra la vida del amo de un caballo y su hija viviendo solitarios en una pequeña casa de campo, su relación es fría, como las hojas azotadas por el viento golpeando las ventanas, una bruma que todo lo destruye, que se hace música, como anunciando la nada. A duras penas padre e hija se hablan o se miran, todo es una rutina circular:  alimentar al caballo, vestir al padre al cual le falla un brazo, cocer dos papas insípidas, comerlas con la mano, mirar largas horas por la ventana y dormir en la oscuridad, cada día igual.


Para apreciar su obra es necesario despegarse de los cánones establecidos, sentarse calmo y paciente a vivirla como una sinestesia más que como una historia lineal, es una mirada oscura a esa humanidad agobiada, extraviada, nihilista, es el paroxismo de la desolación. La película parece dejarnos sin salida, como si nos dijera al final cabizbaja: No hay trascendencia posible, solo está la nada, de frente.


Es precisamente la monotonía de la vida de esos dos personajes lo que nos contagia de impotencia ante una especie de distopía rural. Solo dos visitas inesperadas cargan a esa vida circular de sorpresa, pero en igual medida, de desesperanza: Unos gitanos que traen una antibiblia y un caminante que pide algo de beber y exhorta al padre y a la hija a condenarse a la desdicha.


La pareja, encerrados en casa, repiten obsesivamente las mismas acciones que se van atenuando: Cada vez las papas más frías, cada vez menos agua en el pozo,  cada vez la atmosfera más oscura y más silencio. Todo el universo está desestructurado en este filme, hasta la idea de huida hacia mejores caminos es vencida por la bruma implacable que no les permite salir de su pequeña cárcel, donde parece que el tiempo realmente les pesara en el cuerpo.


Por su parte el caballo parece vivir en carne propia la depresión: Deja de comer, de andar y siempre tiene la mirada apagada, como la vida de sus amos.  

Finalmente es el problema de la dignidad humana a lo que nos invita El Caballo de Turín a través de una historia simple que logra enmarcar preguntas existenciales, invita a la contemplación y a la poesía visual, es belleza fotograma por fotograma, la belleza de la tragedia humana. Todo en ellos se apaga y la noche los invade poco a poco.  


- ¿Qué es esta oscuridad papá?

-No sé…durmamos [1]



[1] Frase tomada de la película donde la hija le pregunta en la noche a su padre.

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