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Robot salvaje (2024) Romantización de un tema tendencia: Robots y Ambientalismo.

Imagen de la película Robot Salvaje. Roz con fondo de mariposas.

¿Puede un robot ser madre? Parece una pregunta absurda, pero en el universo que propone Chris Sanders, director de películas como Lilo & Stitch (2002), esta hipótesis se convierte en el centro narrativo y emocional de Robot salvaje. El film, adaptación del libro infantil de Peter Brown, intenta infundir ternura, dilemas tecnológicos y un tema ambiental, a través de animación visualmente encantadora, casi una ilustración a mano en movimiento, pero, ¿es suficiente para sostener el argumento de un robot humanizado? 


La maternidad programada: ¿una quimera?


En el núcleo de la historia está Roz, una unidad robótica que naufraga en una isla por el fallo de su transporte carguero y quien no tarda en encontrarse con una escena orgánica: un nido destruido, un único huevo sobreviviente, y lo que será el principio de una relación que reconfigura el concepto de cuidado. Así, Roz, desde su mente programática y ligada a cumplimiento de tareas inconclusas, decide adoptar al pequeño ganso llamado Brightbill.


La maternidad artificial no es nueva en el cine, pero Robot salvaje la aborda desde una mirada ingenua e infantil. Roz no solo aprende a criar a un ave, sino que desarrolla actitudes de afecto, protección y entrega. Todo esto, por supuesto, sin cuestionamientos técnicos de fondo. ¿Puede un robot asumir una conducta maternal solo con observar a otros animales? La respuesta en la película es sí. Y es aquí donde la lógica cede a la narrativa emotiva, pero bueno, se supone, es un relato para público infantil, a pesar de los dilemas que plantea. 


En ese sentido, Robot salvaje no ha elegido un tema aleatorio, más bien, una elección en medio del furor global por la inteligencia artificial. Sin embargo, esta representación dista mucho de la realidad actual. Los robots, incluso los más avanzados, operan bajo sistemas de reglas y objetivos específicos, careciendo de emociones, autoconciencia o capacidad para interpretar el dolor o el amor.


Por lo que la película no logre abrir un diálogo, frente a las dificultades reales de la interacción humano- animal- máquina. Tampoco problematiza el debate ético o filosófico sobre las emociones simuladas por sistemas computacionales. Más bien, recurre al arquetipo del “robot que aprende a sentir” sin mayor complejidad técnica, lo que evidencia una romantización ingenua —aunque efectiva para su público principal.


El viaje del héroe, se sostiene… 


Roz pasa de ser una unidad funcional e impersonal a un ser autónomo que protege, siente miedo, duda y, al final, se sacrifica y rebela, llegando a conmover por asemejarse a la entrega de una madre o de alguien que ama demasiado a los suyos. 


El film retoma, además, los arquetipos clásicos de animales de cuento:

  • El zorro, mentiroso y sagaz.

  • El oso, rudo y temperamental.

  • La zarigüeya, maternal y fértil.

  • El viejo ganso, mentor sabio que introduce a Brightbill al mundo, y que muere heroicamente en batalla, en resonancia con Mufasa en El Rey León o la abuela Sauce en Pocahontas.


Estos personajes, aunque previsibles, logran ofrecer anclajes afectivos claros para el público, y funcionan como mediadores para la evolución emocional de Roz (claro está, en ese mundo ideal).


Ahora bien…


Robot AGI con cráneo humano en la mano robótica

¿Puede la IA llegar a ser como Roz? Hablemos del argumento de la AGI

La película, sin proponérselo, abre un debate de fondo: ¿puede una IA como Roz existir en el mundo real? Aquí entra el concepto de AGI (Inteligencia Artificial General), un campo aún teórico que busca crear sistemas capaces de realizar cualquier tarea cognitiva humana, incluyendo el aprendizaje emocional, la toma de decisiones, e incluso la autorreflexión.


Las IA modernas (como ChatGPT o asistentes robóticos) operan bajo límites específicos: no tienen conciencia, emociones reales ni motivaciones. El contacto con animales, el reconocimiento del dolor ajeno o el desarrollo de instintos maternales están muy lejos de sus capacidades. Científicos como Ben Goertzel han señalado que estamos aún a décadas —si no siglos— de alcanzar una AGI con verdadero autocontrol emocional o autoconciencia.


Hablar con animales, como lo hace Roz, implicaría una comprensión semiótica y biológica del lenguaje animal que hoy es completamente inalcanzable para la IA. No se trata solo de traducir sonidos, sino de entender contextos, intenciones, afectos. Nada de esto está, hoy por hoy, al alcance de las máquinas.


Una travesía de ternura, con una brújula desviada… 

En conclusión, la película emociona, conecta, y toca fibras. El mensaje de convivencia armoniosa entre tecnología, humanidad y naturaleza es claro, aunque algo repetido (como ya lo vimos en Wall-E, Mi vecino Totoro, El gigante de hierro o incluso La era del hielo).


La película funciona como fábula emotiva, es estéticamente bella, pero falla como reflexión profunda sobre el vínculo entre humanos, robots y naturaleza. En tiempos donde la IA genera preguntas cruciales para el futuro, quizá se le podría pedir al cine algo más que una postal hermosa: también un poco de precisión... Tal vez, sea mucho pedir.

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