Con una especie de renacment antropológico y una puesta en escena totalmente cotidiana, contada desde la voz de quien la vive, rememoramos junto al protagonista sus peores y mejores momentos en la cárcel. Dirigida por Diego Moncada, montada por Aldo Álvares, con una estética entre la decadencia y la esperanza, y mezclada con los planos aberrantes, juguetones, y panorámicos de Andrés Boero, nos acercamos a los pensamientos de un soldado guerrillero retirado, desencantado idealista.
Bien decía Octavio Paz, que la realidad es más real en blanco y negro, así es La Chirola, una apuesta directa y sin distracciones a vivir la paradoja de la libertad, donde habitan dos posibilidades, dos condenas: la incertidumbre de salir de un lugar seguro “la cárcel”, donde a pesar del encierro se tiene lo básico día a día (amigos, comida, baño)…y la incertidumbre de vivir siempre tras las rejas, sin ver el mundo de afuera, muriendo de desesperanza.
En medio de esta paradoja libertad/condena, y la paradoja de sentirse seguro bajo la etiqueta de criminal en un lugar que bien o mal acoge como unas “vacaciones pagadas”, el protagonista se cuestiona en qué momento exactamente, aunque tuviera la jaula abierta, prefirió a voluntad mantener su refugio de cuatro paredes. Así, asistimos con la narración, a una especie de golpe frente a un mundo que nos ha condicionado incluso para aprender a ser “libres”, una cárcel a dos estancias: la de adentro y su control institucional, y la de afuera y la presión social que obliga siempre a adaptarse, a sobrevivir.
En este sentido, salir de la chirola se vuelve una condena, pues se enfrenta un mundo abierto donde ni las prohibiciones ni las libertades están estrictamente definidas y ya no hay un ente que te diga quién eres o por qué estás allí, en campo abierto, solitario y sin destino. De a poco, se va pasando la vida, entre refugios y distracciones, entre miedos, memorias, revoluciones a una patria que te escupe en el rostro; al final, quedan unos pocos buenos amigos, como diría Andrés Caicedo, el silencio, un par de perros compañeros y la montaña, paliativos para olvidar que a veces los hombres son los peores monstruos…
La libertad entonces, empieza, para nuestra desgracia o fortuna, cuando elegimos a voluntad cuál será nuestra cárcel predilecta.
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