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La nostalgia que hace al cineasta, Dolor y Gloria, Almodóvar, 2019


Una de las tareas más duras, legadas por Tarkovsky a esta generación, fue aprender a estar solos, aprender a estar consigo mismos, y ese encuentro, en muchos sentidos, es también aprender a recordar sin dolor nuestro pasado, un rememorar que en el cineasta deviene artístico, deviene historia y argumento en movimiento. Así, como un pasado devenido arte, es la última película de Almodóvar, donde a través de las remembranzas de Salvador Mallo, un director de cine desencantado de la vida y enfermizo, viajamos a su infancia, a sus primeros deseos, amores y a su incansable pasión por el cine a pesar de su árida inspiración escritural en la adultez. 


A este hombre solitario algo le duele siempre, como síntoma de su creatividad abúlica, ausente, que le frustra y genera cierto rencor con su propio cine, pero paradójicamente, en esa lucha contra sí mismo, el espectador termina enamorándose del cine gracias a esta pugna tan personal y de la figura del director de cine - que ya fuera de todo enaltecimiento sublime- lo que sería un niño prodigio, se convierte en un creador humano, básico, melancólico e hipocondríaco con las mismas o mayores frustraciones de un ciudadano común.


Sin dejar de mencionar la infaltable excentricidad y comicidad que caracteriza a Almodóvar: algo de drogas, buena música y algún “bailecito”, homosexualidad o fuertes tonos en la vestimenta y dirección de arte, está con recurrencia la figura de la madre como eje, mezclado con las ironías en los diálogos y el histrionismo de algunos personajes como los amigos del medio cinematográfico de Salvador Mallo en Dolor y Gloria. La madre, en esta película, es entonces quien permite a Salvador adulto, volver al Salvador niño en esa necesidad de recuperar el pasado, de lograr escribirlo. Siendo así, la película en materia de montaje, propone un manejo temporal fragmentado, de ires y venires, donde se accede a través de los alucinógenos o el sueño a una especie de fábula en tono ficcionado (que podría a priori parecer un exceso narrativo), pero que al final se entiende su búsqueda cinematográfica de doble vía: usar el cine para enaltecer la historia (un bella extimidad), usar el cine para ser él mismo cine, volverse cine como leitmotiv vital entre la infancia y la adultez.  Esa es la trampa para el espectador: los pequeños signos en primer plano que envía la película para que vaya descubriendo, como pistas que poco a poco lo hacen parte de la fábula. 


Por otro lado, se evidencia una burla a lo que está detrás de una película, ¿quién es el director?, ¿realmente quiere siempre relacionarse con sus espectadores?, ¿de verdad es ese gran artista? o ¿ es una persona que simplemente supo reposar en un filme las pesadumbres e imaginarios de su pasado? El cine permite de esta manera mirar de reojo sus propias condiciones de producción, pero también es ese espejo donde hay que aceptar que crecimos, que el recuerdo también pesa; así como un lugar para homenajear la palabra, la magia de la dramaturgia, el montaje, ese sagrado engaño de unos ojos, pensado expresamente para muchos ojos más. 


Esta película finalmente es una carga de nostalgia creativa para los que se sueñan cineastas y una bella trampa para el espectador; una emoción extraña en el pecho, que quizá se asemeje a la resignación callada de los personajes en In the mood for love (Wong Kar-Wai 2000), o a la implacable situación de Humberto D (De Sica, 1952), incluso a la búsqueda solitaria del amor de Her (Spike Jonze, 2013), o a la comicidad que genera la reticencia al afecto de un Buffalo 66 (Vincent Gallo, 1998) solo por miedo a amar; todos estos, personajes cargados de una soledad iridiscente, que llena la pantalla de un llanto incólume, que te abraza porque a veces también has sido ese: solo, creador sin obra, amante sin cama, cineasta sin película,  y en medio, pequeños atisbos de esperanza, en una sonrisa de quien pasa, en un beso furtivo, en una apretón de mano, en una fotografía a blanco y negro, hasta el absurdo. 

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