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Marina Abramovic, La casa con vista al oceano, 2002, Galería Sean Kelly, NY


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Filosos cuchillos apremian los pies, advierten la contundencia de ese acto, performático, procesual, construído más allá de los muros prístinos, listos para colgar un cuadro. Se está ante un portal que ritualiza la vivencia más simple: empijamada y sin vergüenza, la artista rueda una película en directo para los telescopios que la miran, el espectador convive desde lejos con la soledad de la artista: dormir como un acto espectacular, tomar la ducha de frente, siendo mirada, beber un vaso de agua como único recurso, ejecutando uno a uno los actos, la mimesis se hace vivencia, la presencia silenciosa cuestiona: ¿cuál es el lugar del arte, aquí y ahora, donde una mujer simplemente vive, se mueve y sugiere el terror de ser despedazada por el arma carnicera en la escalera?


Lo curioso de la obra es que quienes viven fuera (de la escena en el museo) vienen a ver cómo se vive dentro (pues presencian las mismas acciones que ellos realizan en su día a día), como invencionando por segunda vez lo cotidiano, ficcionando la siesta, el baño, el silencio. Todos replican, a su manera hacen el acto, la diferencia es que la artista se exhibe directamente como una emancipación a la rutina, al olvido, rompiendo con la monotonía de estar “en casa", sin estar.


En este caso, la presencia del espectador no responde precisamente a la contemplación, sino a la necesidad de poseer ese presente de los otros, finiquitando el ritual de consumo, el fetiche de quien mira y sus ansias, ¿mercancía, entretenimiento?, el museo ya ha entrado en los abismos de la no-linealidad, ha roto la puerta a martillazos, a pesar de que exista aún la viga.


La obra es entonces eso que permite estar presente, transporta del hecho (eso que pasa), al acontecimiento (lo que impacta históricamente, afecta, permite la experiencia estética), un trance desde la la inconsciencia a la introspección, a la pregunta.

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