
Bajo un escenario montesino, inhóspito, domado por labores humanas cotidianas, vive una conjunción familiar particular, de la que hace parte Helena, mujer hermosa, mujer fértil, mujer luz. Bajo un clima que predice la llegada de la lluvia se gesta en el interior de Helena una vida, y la tierra, asimismo, se prepara para renacer, como un ciclo constante, casi imperceptible.
Iniciando con el sonido, en esta película es una presencia abrumadora, fuerte, enigmática, como una voz de selva cargando cada cuadro, incluso, cuadros en interiores, en casa, espacio vacío, amplio, espacio donde el eco del monte y sus criaturas pequeñas retumban. No puede esperarse un relato ordenado y emocional o sinuoso, se trata, en cambio, de una sucesión de imágenes en contexto, de historias que se insinúan, donde ni siquiera el conflicto es ya motivo para mover a los personajes a hacer grandes cosas; que van por la vida asumiendo sin miramientos su condición rutinaria, sus oficios diarios, sosegados.
El espectador empieza a habitar el silencio de una familia, el despertar sexual en el aislamiento de lo urbano, la inocencia infantil, el juego ruralizado, la explosión pasional y también el apagarse de esta, la resignación en gran parte femenina y la constante pregunta por el padre de alguna manera silenciada por la tierra, el agua y el río.
Hay momentos que rompen con ese aire callado, “objetivo”, de la cámara, pues se proponen simbolismos: la radio como un mundo de otrora, la tierra y la vestimenta como memoria secreta, la tierra y los alimentos sacados del río en tanto deber, o incluso, la tierra y el cuerpo como entes orgánicos en constante transformación. En estos casos, la dirección de arte es clara y contundente, de una suavidad característica, que no pretende opacar la fuerza natural del entorno que abraza a la familia, que permite sentir la vastedad que los traga, gracias a la carga de verdes y la sencillez del decorado en la locación.
La gestación y el cuerpo de la mujer se erigen sin temor, afrontando las condiciones, aunque la mirada quede perdida, lejana, impávida; donde no hay desamor explícito alguno, pero tampoco un brillo que encienda la llama. Entonces, bajo la latente tragedia en el río y unas notas de piano extradiegéticas siempre sollozando, se espera el nacimiento crudo y visceral, mientras tanto, los sucesos van muriendo en el silencio de su condición: la soledad.
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