
En Joker (2019) miramos al pasado y al nacimiento de un criminal, surgido inicialmente en los escenarios de Batman (comic y películas); pero no cualquier mirada, una mirada que Todd Phillips, director y co-guionista, supo construir de tal manera, que incluso en explícita violencia, el espectador se siente conmovido, pues escena a escena durante la presentación del personaje, el abuso y la miseria a la que es sometido justifica perfectamente el argumento y surge frente a la pantalla el desarrollo de este “psicópata” que encanta y cuestiona a la vez. Se trata del payaso que está completamente solo, de ese arquetipo que llora mientras ríe, que maquilla con colores sus lágrimas y sale al ruedo (a las miradas risueñas de los otros), que guarda en su pecho rencor de la alegría, la anhela, la envidia, la prestidigita tratando de abrazarla.
De la mano de estos bien pensados factores fílmicos, está el talento medido y riguroso de Joaquin Phoenix reconocido por papeles como Gladiador (2000) o Her (2013), interpretando a Arthur Fleck (Joker), un niño destinado por su madre para la alegría, en medio de una búsqueda que se torna triste e irrisoria: ser un comediante en una ciudad que lo desecha y donde su madre se convierte en su peor máscara.
Partiendo de un trastorno de la risa, de por sí irresoluto, Joker se debate entre citas psicológicas donde revela su problema con los fármacos, su ciclotimia; y entre una vida laboral llena de paroxismos negativos y abusos. ¿Qué clase de payaso lleva un arma?, un hombre frustrado con su pasado, sin padre, carente por completo de amor. Un hombre incomprendido, ante el cual el espectador se compadece y no le queda más salida que comprender su venganza. Así nace un criminal, eyectando su frustración, deseando a una mujer y hallando de súbito un revolver como posibilidad de libertad infinita. Y este despertar, encanta perfectamente porque no solo se narra entre planos coherentes, sino desde la inteligente elección de los colores: en la primera etapa el personaje usa neutros y el entorno se carga un poco de rojos, azules y amarillos, esta primera etapa presenta el mundo del payaso enfrentado a la ciudad. Poco a poco, Arthur se torna más amarillo, casi el tono de un genio en tanto sus impulsos se intensifican, mientras el entorno se viste de rojos como anunciando el daño potencial contrastando con la luz azul, luego es Arthur mismo quien lleva el rojo como signo, ironía y muerte, el entorno también se carga, las luces son cada vez más amarillas y azules, intuyendo un verde oculto y la vestimenta se hace vívida, intensa, acorde a la transformación mortal.
Lentamente atendemos a su salto: un drástico cambio de rostro cuando se han acumulado de a poco las sobras del hastío, un momento para pensar también en el manejo del tema que abarca la película, un arma de doble filo: pareciera a simple vista una legitimación de la violencia, pero detrás: la jerarquía entre pobres y ricos, la burla a un sistema de elites que encarnan siempre el enemigo necesario (desde el personaje Wayne), la psicosis delirante de los que han perdido, históricamente, emocionalmente, la decadencia vuelta danza, vuelta absurda alegría; también la evidente banalidad de los medios, que son chisme y drama, fama e infortunio, información y silencio, usan también las máscaras, pero las escoden, Joker no, ostenta su máscara, se funde en ella, la exhibe, es el gran triunfo de la decadencia megalómana, la inocencia de un niño traicionado por su propia patria.
No hace falta hablar de la dirección de fotografía antes tales preguntas sociológicas, aunque sean rigurosos planos generales de las calles, o bellísimos escorzos del cuerpo del protagonista, ajado, maltrecho, ensangrentado; a la larga, el trabajo más duro de todos, no es ser un payaso más del consumismo, de los medios, de la política; el trabajo más arduo es siempre cuando estamos frente a nosotros mismos, con lo que creemos que somos, ante esa abominación: la risa, el despertar.
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